Bajo un mar de estrellas, el cuervo
vigilaba las tinieblas desde la copa de un árbol. Había viajado
mucho, desde muy lejos, y aquella era una tierra extraña para él.
Los árboles parecían más altos y más fuertes, la noche más
oscura, y sus ojos veían detalles de la naturaleza que nunca antes
había observado. Aún asi, después de tanto tiempo sobrevolando el
mundo, los objetos luminiscentes permanecían en lo alto casi
invariables, como poderosos ojos guardianes de los vivos y de los
muertos. El cuervo escuchaba atentamente en la oscuridad, apreciando
sonidos que nunca antes había oído. Todo era diferente pero al
mismo tiempo todo le resultaba extrañamente familiar. Ahora sus alas
habían crecido, al igual que las ramas de los árboles, y se sentía
más fuerte que antes de haber emprendido el viaje que le había
llevado hasta allí. Quizá ahora pudiera alcanzar los objetos
luminiscentes de allí arriba, pues si podían verse significaba que también se
podía llegar hasta ellos. O eso creía él. Llegó el momento, pues las primeras luces del alba ya se dejaban ver entre las nubes. Aquello significaba que la espera había
concluido. Así que alzó la cabeza, estiró las alas, y de un salto
se lanzó hacia su destino.