jueves, 27 de marzo de 2014

EL LAGO OLVIDADO. Capítulo II. Condenado.

    






    —Ya estás aquí, ¿eh? saludó su padre al entrar en la herrería . Como sigas trabajando desde tan pronto todas las mañanas, en un mes tendré que comenzar a cavar tu tumba.

    Su hijo Halder levantó la cara para observarle mientras no paraba de golpear el yunque. Cuando su padre pasó de largo volvió a clavar la mirada en el arma que estaba forjando y siguió golpeando con el martillo, ignorando los punzantes dolores de cansancio que le recorrían los brazos. Aunque tenía la piel clara y el rostro delicado, tenía potentes extremidades y anchos hombros que le permitían trabajar durante horas. Las últimas noches no conseguía conciliar el sueño, solo daba vueltas sobre sí mismo en su lecho mientras se empapaba en sudor y el corazón se le aceleraba por momentos. El insomnio se había apoderado de él todas y cada una de las noches desde hacía más de un mes, y la llegada del verano no facilitaba las cosas. Lo único que deseaba cada noche era que llegara el amanecer, para salir hacia la herrería y trabajar hasta quedar exahusto y poder dormir hasta la hora del almuerzo.

    —Vamos, déjalo ya... —susurró la cálida voz de su padre a su espalda, había puesto una mano en su hombro, casi le costaba sostenerla—, vuelve a casa, deja un poco para tus hermanos.
    Halder detuvo su brazo, con el martillo todavía por encima de su cabeza. Miró alternativamente a su padre y a la entrada de la herrería, donde sus dos hermanos mayores y su hermana pequeña observaban la situación.
    —Tienes razón, padre. Es hora de descansar. —Tenía la voz ronca por la falta de sueño. Al fijarse en su hermana se dio cuenta de que llevaba más horas trabajando de lo habitual, pues ella nunca se pasaba por allí hasta el mediodía.
    «Necesito que esto termine, siento que no podré aguantar más así... Está decidido, si esto sigue así una semana más, iré a ver a algún curandero.»

    La familia Lange era relativamente nueva en el pueblo. Habían viajado desde muy lejos para llegar a aquel inhóspito lugar después de que el pánico se apoderara de la ciudad donde vivían. En los últimos tiempos la caza de brujas estaba cada vez más extendida, y cualquiera que hiciera algo incómodo para alguien con dinero estaba casi con toda seguridad condenado a la hoguera. Aquellas acusaciones y ejecuciones se llevaban más vidas inocentes que a gente verdaderamente peligrosa. Esa fue la razón por la que emigraron. En la ciudad habían estado viviendo durante generaciones, eran una familia acomodada que vivía sin causar problemas, como la mayoría. La decisión de transladarse de allí la tomaron por su propia supervivencia, como muchas otras familias, la semana en la que nada menos que cinco conocidos suyos fueron ejecutados por supuesta brujería. Ahora la vida era mucho más sencilla, por fin estaban en un sitio tranquilo y pequeño donde podían empezar de nuevo.

    Cuando Halder se hubo lavado las manos salió a la calle y se encontró a su hermana Suni agachada, de espaldas a él, acariciando a un enorme gato negro que estaba echado a la sombra, sobre las baldosas.
    «Cada vez son más grandes, me gustaría saber de dónde sacan la comida para crecer tanto...» Se quedó unos segundos como hipnotizado, observando la pacífica escena, siguiendo con la mirada la frágil mano de su hermana recorrer aquel oscuro pelaje. Al cabo de un rato ella lo vio y se levantó.
    —Venga Hal, te estaba esperando, vámonos a casa. —Su hermana era igual de alta que él, a pesar de su corta edad, y aunque no era especialmente bella, compartía el cabello rubio y el rostro delicado de su hermano y poseía esa belleza intrínsecamente oculta en sus femeninos gestos y su rostro alegre.

    Caminaron lentamente desde las afueras de la ciudad hasta la gran plaza principal, donde cada semana se instalaba un mercado de comerciantes y donde ambos vivían con su familia. Halder estaba demasiado cansado como para hablar así que se dedicó a escuchar a su hermana buena parte del camino. Ella iba agarrada de su brazo, caminando con pasos ágiles como una bailarina, él en cambio arrastraba los pies y tenía los ojos entrecerrados por culpa del sol. A su hermana le gustaba hablar. Le empezó a contar algunas cosas que había hecho aquella mañana, y también cosas que haría a la mañana siguiente. Él sabía que lo hacía para animarle y distraerle, así que no la interrumpió.

    Tanto Suni como el resto de la familia estaban preocupados por él. Desde que habían llegado a aquel lugar, hacía unas semanas, Halder no había podido conciliar el sueño ni una sola noche, y aunque seguía manteniéndose fuerte, cada día que pasaba era más reservado y distante. No se acostumbraba a aquella nueva casa, aunque le gustaba, y por nada del mundo hubiera querido volver a su antigua ciudad.

    El monólogo de Suni continuaba. Le estaba contando cómo había hecho una nueva amiga aquella mañana, mientras paseaba por el pueblo, cuando por fin llegaron a la plaza. Halder levantó la vista hacia un grupo de gente que se había conglomerado en torno a una de las viviendas cercanas.
    —¿Qué habrá pasado? —preguntó—.
    —Ah sí... Llevan horas así, parloteando y cotilleando —respondió Suni—, al parecer, el Señor Riker ha muerto esta noche. No saben si fue un accidente o un asesinato.

    Habían llegado a la puerta de su casa. Suni se soltó de su brazo y entró corriendo para avisar a su madre de que Halder había vuelto. Él se quedo observando a la gente, intentando entender algo de lo que decían. Casi sin darse cuenta se fue acercando hacia la multitud y abriéndose paso hacia el centro de la atención popular. Cuando llegó, el cadáver del Señor Riker ya no estaba allí, en su lugar había manchas de sangre por el suelo.

    También había una tabla, arrancada de alguna antigua mesa o de algún barril, estaba en el suelo, sin que nadie la tocara ni se acercara demasiado. Había algo escrito. Algo del color negro que tiene la sangre seca sobre la madera vieja. Halder intentó leerlo. Lo consiguió, y eso fue lo último que vio.




miércoles, 19 de marzo de 2014

EL LAGO OLVIDADO. Capítulo I. Praeludium.



   



— PRIMERA PARTE 


    Aquellas cristalinas aguas se mantenían en silencio, tal cual les ordenaba el viento, aunque mucho más arriba las nubes escapaban del bosque dejando al descubierto un cielo estrellado. Entre la maleza y los árboles se abrían camino unas pequeñas sombras, lentas y sigilosas como solo ellos podían serlo. Paso a paso se dirigían, bordeando el lago, hacia un pequeño claro rodeado de espesa vegetación al otro lado del agua. Era prácticamente imposible no perderse en aquella parte del bosque incluso de día, pero ellos se sabían el camino y su formidable y nítida visión en plena noche los convertía en sus perfectos súbditos. Ellos estaban respondiendo a su llamada, y ella esperaba su llegada.

    Bajo la luna creciente ella esperaba. Algunas pequeñas piedras en el suelo hacían que no creciera la maleza alrededor. Era como una pequeña, pequeñísima playa de piedras, con una gran roca en el centro, oculta en gran medida por la falda del vestido de seda de la mujer que descansaba, sentada, sobre ella. Inmóvil y firmemente erguida como una estatua, la mujer miraba hacia el lago, con la cara completamente iluminada por la luz de la luna. Tranquila y elegante como si fuera la protagonista de una pintura. En sus grandes ojos se veía reflejada la intensidad del astro, como si realmente fueran sus ojos los que estuvieran iluminando el lago. Solo llevaba encima aquel ligero vestido negro con encaje de rosas también negras y un velo sobre la cabeza, pero ella se encontraba completamente resguardada bajo su tacto, excepto las manos y los pies.

    Escuchaba con atención a la noche, cerró los ojos durante unos instantes para escuchar la canción del bosque y los volvió a abrir. Sus pequeños estaban llegando. No los escuchaba, ni los olfateaba, no tenía tan afinados sus sentidos, simplemente los percibía, los veía en la superficie del lago. Uno a uno, fueron saliendo de la maleza con sigilo, rodeándola y sentándose en el suelo a la misma distancia unos de otros, como si alguien a propósito los hubiera colocado allí mismo para adornar la estancia. Se movían con extremada gracilidad y armonía, con una coordinación más allá de lo normal. La mujer se levantó, se giró y los observó uno por uno. Una lúgubre y pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. Allí estaban sus seis caballeros de la noche, sus seis acompañantes sin nombre. Seis gatos negros levantaban la mirada hacía su rostro, como esperando un premio, un regalo por haberla obedecido.

    De espaldas a la luna y al lago, la mujer se destapó el velo de la cara y lo dejó caer al suelo, mientras que con unos suaves movimientos de cabeza se echó el pelo hacia atrás. Su espesa melena resbaló por su espalda y por sus hombros ahora al descubierto. Extendió los delgados brazos en cruz y dio inicio al ritual. Pequeñas convulsiones comenzaron a agitar sus extremidades. Miraba hacia arriba, hacia las ramas de los árboles, su voz infantil pronunciaba unos versos casi inaudibles en un idioma desconocido. De alguna forma aquellos versos eran increíblemente hermosos y atroces al mismo tiempo. Sus seis gatos negros no parecían mostrarse extrañados ante tal situación. Terminó de recitar su reclamo y tras unos segundos de efímera tranquilidad, abrió los ojos con tal fuerza que algunos de los gatos se sobresaltaron, aunque no se movieron del sitio. En esta ocasión todo el interior de sus ojos era también negro, negro como la noche, negro como su corazón...

    Segundos más tarde un vestido con encaje de rosas se ocultaba tras la sombra de una roca, y un grupo de gatos huía en fila de aquel lugar, pero esta vez no eran seis, sino siete.




Insatisfacción

    De mi garganta, como rayos de sol, nacen las palabras con las que describo tu regreso.

    Otra vez te encuentro, Mi Señora. Hoy, como tantas otras veces, entras luchando contra viento y marea en mi interior. No demuestras ninguna virtud, te escondes detrás de los ojos de otra mujer que ignora tu presencia. No tienes, quizá, ese buen criterio que yo busco, para elegir dónde morar. Pero sabes cómo encontrarme. También sabes ver cuándo una batalla no es posible vencer. Es en esos momentos cuando tus frágiles hogares te dejan en evidencia, obligándote a abandonar y a buscarte otro objetivo. Tienes poderosas armas y múltiples formas de atraparme por un tiempo hasta clavarme las uñas. Unas veces viajas en una mirada, otras navegas entre las palabras y las sonrisas de las que te haces dueña, y cuando esa ilusión infinita que me has hecho sentir llega a su punto más álgido, es, irónicamente, cuando lo tienes todo por perder. Y cuando eso ocurre, es cuando aprietas tus garras, cabreada, hasta atravesarme la piel, y no te marchas sin antes dejarme tu famosa marca de insatisfacción y desesperanza; y una gota de sangre que huye de la herida que dibuja el perfil de tu próxima víctima.








«La única forma de librarte de una tentación es entregarte a ella.»
Oscar Wilde.


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