Aquellas cristalinas aguas se mantenían en silencio, tal cual les ordenaba el viento, aunque mucho más arriba las nubes escapaban del bosque dejando al descubierto un cielo estrellado. Entre la maleza y los árboles se abrían camino unas pequeñas sombras, lentas y sigilosas como solo ellos podían serlo. Paso a paso se dirigían, bordeando el lago, hacia un pequeño claro rodeado de espesa vegetación al otro lado del agua. Era prácticamente imposible no perderse en aquella parte del bosque incluso de día, pero ellos se sabían el camino y su formidable y nítida visión en plena noche los convertía en sus perfectos súbditos. Ellos estaban respondiendo a su llamada, y ella esperaba su llegada.
Bajo la luna creciente ella esperaba. Algunas
pequeñas piedras en el suelo hacían que no creciera la maleza
alrededor. Era como una pequeña, pequeñísima playa de piedras, con
una gran roca en el centro, oculta en gran medida por la falda del
vestido de seda de la mujer que descansaba, sentada, sobre ella.
Inmóvil y firmemente erguida como una estatua, la mujer miraba hacia
el lago, con la cara completamente iluminada por la luz de la luna.
Tranquila y elegante como si fuera la protagonista de una pintura. En
sus grandes ojos se veía reflejada la intensidad del astro, como si
realmente fueran sus ojos los que estuvieran iluminando el lago. Solo
llevaba encima aquel ligero vestido negro con encaje de rosas también
negras y un velo sobre la cabeza, pero ella se encontraba
completamente resguardada bajo su tacto, excepto las manos y los
pies.
Escuchaba con atención a la noche,
cerró los ojos durante unos instantes para escuchar la canción del
bosque y los volvió a abrir. Sus pequeños estaban llegando. No los
escuchaba, ni los olfateaba, no tenía tan afinados sus sentidos,
simplemente los percibía, los veía en la superficie del lago. Uno a
uno, fueron saliendo de la maleza con sigilo, rodeándola y
sentándose en el suelo a la misma distancia unos de otros, como si
alguien a propósito los hubiera colocado allí mismo para adornar la
estancia. Se movían con extremada gracilidad y armonía, con una
coordinación más allá de lo normal. La mujer se levantó, se giró
y los observó uno por uno. Una lúgubre y pequeña sonrisa se dibujó
en sus labios. Allí estaban sus seis caballeros de la noche, sus
seis acompañantes sin nombre. Seis gatos negros levantaban la mirada
hacía su rostro, como esperando un premio, un regalo por haberla
obedecido.
De espaldas a la luna y al lago, la
mujer se destapó el velo de la cara y lo dejó caer al suelo,
mientras que con unos suaves movimientos de cabeza se echó el pelo
hacia atrás. Su espesa melena resbaló por su espalda y por sus
hombros ahora al descubierto. Extendió los delgados brazos en cruz y
dio inicio al ritual. Pequeñas convulsiones comenzaron a agitar sus
extremidades. Miraba hacia arriba, hacia las ramas de los árboles,
su voz infantil pronunciaba unos versos casi inaudibles en un idioma
desconocido. De alguna forma aquellos versos eran increíblemente
hermosos y atroces al mismo tiempo. Sus seis gatos negros no parecían
mostrarse extrañados ante tal situación. Terminó de recitar su
reclamo y tras unos segundos de efímera tranquilidad, abrió los
ojos con tal fuerza que algunos de los gatos se sobresaltaron, aunque no
se movieron del sitio. En esta ocasión todo el interior de sus ojos
era también negro, negro como la noche, negro como su corazón...
Segundos más tarde un vestido con
encaje de rosas se ocultaba tras la sombra de una roca, y un grupo de
gatos huía en fila de aquel lugar, pero esta vez no eran seis, sino
siete.
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