Hace algún tiempo, en algún pueblo lejano, una joven llamada Claudia agonizaba en la cama de un curandero. La enfermedad la devoraba y disminuía la temperatura de su cuerpo. Su madre lloraba, la vida de su única hija se esfumaba como el humo de un hogar recién apagado: lenta e inexorablemente.
Su entierro fue igualmente triste y
fugaz. Solo acudieron su madre y algunos pocos amigos de la muchacha.
Su cuerpo se balanceaba mientras unos hombres lo introducían en el
profundo hoyo. El sacerdote rezó, la madre lloró, y la lluvia
comenzó.
A la mañana siguiente la
despertaron los gritos. Fue todo muy rápido y desconcertante, como
una pesadilla en la que su cuerpo no respondía a su voluntad. Notó
unas poderosas manos desconocidas sacándola de la cama y sacudiéndola con
fuerza. La sacaron de su casa a rastras. Alcanzaba a entender algunas palabras de la
multitud enfadada. "¡Asesina! ¡Puta del demonio!", le
gritaban. Pesadas piedras del tamaño de un puño la golpeaban en
todo el cuerpo, haciéndole brotar la sangre y rompiéndole los huesos. En su pésimo estado mental no
conseguía recobrar las fuerzas para defenderse, para preguntar, para
gritar. Solo escuchaba un zumbido grotesco de insultos hacia ella, y
sentía como si los largos dedos de una garra invisible rodearan su
garganta. Veía cómo su cuerpo era arrastrado, semidesnudo, hacia
las afueras del pueblo.
"¡Arderás en la hoguera!
¡Bruja! ¡Bruja!". Volvió a la realidad, al presente. Estaba
atada en una enorme cruz en medio del bosque, con magulladuras en todo el cuerpo. La boca le sabía a sangre y tenía las muñecas en carne viva, no sentía las manos. Le costaba recordar
cómo había llegado hasta allí. El dolor por su hija la había
consumido, el pueblo se encargó de quitarle las pocas ganas que le
quedaban por vivir. Sonrió.
«Ya
voy, mi niña. Pronto estaré contigo de nuevo...»
Todo
se volvió de un color anaranjado y sombrío, y se consumió hasta no
ser más que polvo gris.
Impia tortorum longas hic turba furores
sanguina innocui, nao satiata, aluit.
Sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro,
mors ubi dira fuit vita salusque patent.
(Una turba de impíos torturadores, insaciables de sangre inocente, alimentaron aquí su desaforado frenesí. Ahora, nuestra tierra está a salvo, el siniestro antro destruido, y donde una vez fue la muerte más atroz, se extiende la vida y el bienestar.)
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