Al momento todas las miradas se dirigieron hacia él y el populacho enmudeció. Pero solo un instante antes de que los gritos, las maldiciones y los rezos abarrotaran la plaza. Cynthia estaba entre la multitud. Había observado desde el otro lado del círculo de gente cómo aquel joven se había desvanecido repentinamente.
«¿Qué
le habrá pasado? —una idea se le pasó por la cabeza, tan fugaz como
un relámpago—. ¿Habrá sido una casualidad o...?» Ignoró sus
pensamientos por el momento y se marchó de la plaza, no sin antes
girar la cabeza para echar una última mirada al muchacho.
Regresó al orfanato donde vivía y trabajaba. Una preciosa pero desgastada
verja negra de dos metros rodeaba el edificio, dejando solo un
pequeño jardín donde crecían algunas coloridas flores. Hoy era su
único día de descanso de la semana, cualquier otro día se hubiera
dirigido a las cocinas a charlar con su amiga y cocinera la anciana
Señora Joy, pero esta vez se dirigió a su cuarto. La cama estaba
hecha y por la ventana abierta entraba un tímido olor a césped.
Abrió con llave su cómoda, donde guardaba sus cosas y tras
revolverlo todo hasta llegar al fondo del mueble, agarró la tapa
dura de un libro y lo sacó. Hacía tiempo que no ojeaba aquel libro.
Era completamente negro. Viejo y negro. No tenía título, ni en
ningún rincón se podía ver el nombre del autor. Se sentó en la
cama y lo abrió sobre sus rodillas. Algunas páginas contenían solo
texto, otras símbolos, muchas estaban en blanco. No tenía capítulos
ni estaba organizado de alguna forma aparentemente coherente. Era
como un enorme diario de algún loco que se había dedicado toda su
vida a escribir delirios y dibujar símbolos sin sentido. Pero no era
así, aquel extraño lenguaje sí tenía sentido, ella lo sabía.
Pasaba
las páginas con delicadeza, buscando algo en concreto, pero no lo
encontraba. De repente, algo se posó en el alféizar de la ventana.
Un pequeño gato negro había saltado hasta ahí, pues no había
mucha altura. Se sentó y se lamió una pata. Luego permaneció
observándola.
«Puede
que este no sea el mejor momento ni el lugar para leer esto —pensó—,
cualquiera podría estar mirando.» Cerró de golpe el gran libro y
lo guardó en su sitio.
Llamó
al joven gato ofreciéndole las palmas de las manos, él dio un
brinco hacia la cama y se enredó entre sus brazos. Recordaba a aquel
pequeño. Fue lo primero que vio cuando nació...
Era
una noche lluviosa, la tierra estaba húmeda y blanda, lo cual había
facilitado las cosas. Estaba enterrada viva. Todo estaba oscuro, le
faltaba el aire. Notaba un gran peso sobre su cuerpo y escuchaba el
sonido sordo de las gotas sobre la tierra, por encima de ella.
También oía un agudo maullido. Se hizo paso con ansiedad entre la
tierra mojada hasta llegar a él. Notó una ligera brisa en la cara,
la brisa de la vida. Allí estaba su compañero. Sentado, mirándola
y maullando hacia el cielo. Sonrió y salió de su tumba. Tenía el
espeso pelo negro lleno de tierra mojada, lo cual hacía que le
pesara un montón. Se sorprendió al ver el precioso vestido con el
que habían enterrado a aquel cuerpo. Aunque manchado y roto por
alguna parte, era de una belleza y una calidad innegables.
Miró
hacia el cielo, dejando que la gélida lluvia del invierno le
empapara la cara y el cabello. Intentó recordar, pero era en vano.
Imágenes distantes se colaban en su cerebro, y una rabia
incontenible le subía por el estómago cuando recordaba la manera en
la que había muerto. Observó el inhóspito lugar donde estaba. En
el suelo había un velo, semienterrado en el agujero de donde ella
había salido. Lo recogió y lo limpió con cariño. En la diadema
que lo sujetaba vio una "C" cosida a ella con gran esmero.
«No
recuerdo casi nada de mi vida —pensó mientras miraba aquel velo—, no
sé dónde estoy... Pero si sé que sufrí una muerte injusta.
Cynthia será mi nombre en esta nueva vida, y no volveré a cometer
los mismos errores que en la otra... lo juro.»
El
pequeño gato había dejado de maullar y jugueteaba entre las piernas
de la joven.
—Lo
juro —susurró mientras apretaba el velo en un puño.
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