jueves, 19 de febrero de 2015

El extraño caso de Karen McGraw. Capítulo I.

    






    El trabajo había resultado ser más duro de lo normal aquel día. Karen acababa de llegar a casa realmente cansada, con el pelo despeinado y enredado y los brazos cansados de cargar con bandejas de cafés de un lado para otro durante horas. Nada más entrar, advirtió un delicioso olor a pescado y cebolla que recorría toda la casa. Su pareja se hallaba en la cocina y había tenido el detalle de preparar la cena para ella, algo que, por cierto, se le daba realmente bien.

    —Por la hora a la que llegas, imagino que ha sido un día duro, ¿verdad? —su novia Laureen removía con cuidado el contenido de una cazuela de la que salía vapor— ¿Cómo estás?


    —No puedo con mi alma —dijo Karen, dejándose caer en una silla—. Creo que me voy a dar una ducha antes de cenar, me siento asqueada.


    —Esto estará listo en cinco minutos.


    Karen se levantó y se dirigió a la ducha. Mientras tanto, Laureen hacía los últimos preparativos, ordenando los platos y cubiertos sobre la mesa con entusiasmo, tarareando por lo bajo alguna canción desconocida que probablemente había escuchado aquella tarde por la radio.


    De pronto sonó el teléfono. Laureen descolgó.


    —¿Sí?


    —¿Es usted Karen McGraw? —era la voz de un hombre.


    —No. Karen está ocupada, ahora no puede ponerse. ¿Le puedo ayudar en algo?
    El hombre colgó, dejando a Laureen durante unos segundos desconcertada, con el auricular en la mano, diciendo “¿Hola? ¿Está usted ahí?” repetidas veces sin obtener respuesta.


    «En fin... —pensó, mientras colgaba el teléfono—. Al menos podía haberse despedido».


     Karen ya había salido de la ducha. Laureen lo sabía porque ya no escuchaba el tenue sonido del agua caer sobre la superficie de la bañera. Al poco rato, entró en la cocina, con el pelo todavía húmedo y desprendiendo un agradable olor a coco. Ambas se sentaron a cenar.

    —Llamó alguien al teléfono mientras estabas en la ducha, preguntaron por ti —dijo Laureen—. ¿Esperabas alguna llamada?


    —No… La verdad es que no. ¿Quién era?


    —Algún tipo al que no le enseñaron modales, eso seguro —Laureen hacía movimientos efusivos con los brazos mientras hablaba. Solía hacerlos cuando alguna situación le indignaba—. Me preguntó por ti, le dije que no te podías poner, y directamente me colgó.


    Karen la miró extrañada.


    —En fin… No tengo ni idea de quién ha podido ser. No importa, si me necesita, que llame otra vez y listo.


     Días después, Karen hablaba con su compañero Tom en la salida trasera del Manson’s Coffee mientras ambos se fumaban el mismo cigarrillo, apurando los últimos minutos que tenían de descanso. La lujosa cafetería se hallaba a las afueras del pueblo, justo en frente de una gasolinera. Solían ir a parar allí todo tipo de gente de primera clase. En cada rincón se podían observar hombres enfundados en trajes de gran calidad, escribiendo en portátiles caros y lanzando miradas perversas y descaradas a las camareras, sin ningún tipo de pudor, confiando, creía Karen, en que caerían en sus brazos totalmente indefensas y deslumbradas por su alto nivel de vida.


     —¿Dónde irás este verano, Karenina? —preguntó Tom, apoyado sobre su coche—. ¿Saldrás de este maldito pueblucho a conocer mundo?


    —No lo creo —contestó Karen, mientras sujetaba con dos dedos el pitillo que le acababa de ofrecer Tom—. Aún no he ahorrado lo suficiente, quizá para el próximo año.


    —Yo viajaré a Italia. En principio serán unas vacaciones, pero intentaré encontrar trabajo allí y quedarme durante algún tiempo. Necesito moverme, ¿sabes? Estar tanto tiempo en un lugar como este me oprime y hace que me sienta un peón insignificante más en este mundo. Me gustaría viajar, conocer gente, aprender italiano, pintar y tal vez, vender mis cuadros. Y, ¿qué mejor lugar para empezar que Italia? ¿No te parece?


    Karen dio una última y larga calada al cigarrillo antes de dejarlo caer al suelo.
     —Tal vez. Si eso es lo que te gusta, adelante.


    —¿Qué te ocurre, Karen?


    —Nada… Nada —Karen agitó la cabeza como para espantar sus pensamientos. Luego se quedó mirando fijamente la delgada línea de humo que desprendía el cigarrillo semi-apagado en el suelo—. Solo que… No sé. La verdad es que yo no tengo aspiraciones de ese tipo. No apunto la vista tan arriba, no soy capaz de soñar tan a lo grande como tú.


    —Cada uno tenemos unos sueños determinados. Quizá tú aún no has encontrado algo que te motive de verdad. Por ejemplo, deberías pensar… ¿Dónde te gustaría estar de aquí a diez años?


    —Uf… —Karen parecía abrumada—. Eso es mucho tiempo, no se me ocurre nada. ¿Tú ya lo tienes todo pensado? ¿Ya sabes dónde vas a estar y qué vas a hacer en cada instante de tu vida? Eso tampoco me motiva, tener toda la vida preparada como si de un guión de cine se tratara.


    —Hombre, tampoco es eso…


    —¿Entonces, Tom? A mí me es imposible, por más que lo intente, no puedo averiguar dónde voy a querer estar en diez años. Hace cinco años vivía en otro lugar, no tenía trabajo, ni pareja. Mi vida era completamente distinta. Iba a la universidad y vivía con mis padres. Si me hubieran preguntado dónde iba a estar tan solo cinco años después, nunca se me hubiera ocurrido que me iba a volver lesbiana, a conocer a una chica en un bar que nunca antes había pisado y a irme a vivir con ella a trescientos kilómetros de donde nací.


    —Yo había pensado en algo más relacionado con tu trabajo. ¿A qué te gustaría dedicarte? No me creo que quieras trabajar toda tu vida en un sitio como este, soportando las asquerosas miradas de los pijos de turno y sonriéndoles agradecida como una buena criada cada vez que te dan propina.


    —¿Ves, Tom? A eso me refiero. Crees que el hecho de no saber lo que quiero hacer significa que me vaya a quedar aquí toda mi vida. Quiero tener un buen trabajo, por supuesto. Quiero tener una buena familia, mascotas, una tele grande, un bonito jardín y también buenos amigos. Claro que sí. Pero yo, a diferencia de ti, dejo que la vida siga su curso. Por decirlo de alguna manera, dejo que la corriente me lleve a su merced según sople el viento. Y no me preocupa saber de dónde sople.


    —Es una manera de verlo…


    
¡Vosotros dos! —gritó su jefe desde dentro—. Ya son las seis y cuarto y las mesas no se van a limpiar solas, ¡venga para adentro!

     Entraron en la cafetería. Afuera, una ligera lluvia comenzó a caer sobre el pueblo. Un diminuto charco se formó bajo un pitillo cuya llama agonizaba a las afueras de la salida trasera del Manson’s Coffee. Instantes después, y tras un inaudible siseo, el cigarrillo se hundió en el agua.






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