martes, 24 de febrero de 2015

El extraño caso de Karen McGraw. Capítulo II



    



Sonó el teléfono.
    —¿Dígame?
    —¿Es usted Karen McGraw?
    —Sí.
    —¿Es suyo un Volvo, modelo 850 GLT de color blanco?
    —Así es, ¿por qué?
    —¿Está usted sola en este momento?
    —Perdone, ¿con quién hablo?
    No se oía nada.
    —¿Hola? —Karen insistió—. ¿Quién es usted?
    —Sí, perdone —el hombre carraspeó—. Mi nombre es Ron Marshall, de la gasolinera que está en frente del Manson's Coffee. La conozco porque una vez tuvo que mostrarme su DNI y tengo bastante buena memoria. El teléfono lo he buscado por una guía.
    A Karen le recorrió un escalofrío por la espalda.
    —Verá, señorita McGraw. Hoy he estado revisando unas grabaciones de las cámaras de seguridad de la gasolinera debido a una denuncia de malos tratos que ha tenido lugar la semana pasada. El caso es que la he visto a usted repostando gasolina uno de los días en los que estaba mi compañera en la tienda, y en el vídeo he podido ver claramente cómo un hombre introduce un objeto, algo parecido a un móvil, por la ventanilla de su coche.
    —¿Qué? ¿Cuándo ha sido eso?
    —La grabación es del martes a las 17:19 horas. Solo quería avisarle, pues el hombre parecía sospechoso. Desapareció tan pronto como llegó. ¿Podría ser algún amigo suyo?
    —No lo creo... —Karen titubeó—. En todo caso yo no he encontrado nada en el coche, ¿está seguro de que soy yo la del vídeo?
    —Completamente. Aquí mismo tengo la imagen en pausa. Rubia, con una cazadora de piel roja y unos vaqueros azules.

    Aún no le había desaparecido esa extraña sensación que le producía aquella voz, al otro lado del teléfono. Aquello era muy extraño, pero la verdad es que Karen sí que había ido el martes a llenar el depósito del coche, justo antes de entrar a trabajar. Visitaba mucho aquella gasolinera. No solo era la única en varios kilómetros a la redonda sino que además estaba al lado del lugar donde trabajaba. Karen recordaba que por semana solía estar en la gasolinera una joven muy simpática con el pelo recogido a modo de moño japonés, y las pocas veces que había tenido que ir algún sábado o domingo, se encontraba con un hombre bastante tímido que no solía decir nada más allá del “hola”, “adiós”, y “gracias”.
    —Está bien. Gracias por informarme.
    —No hay de qué. Tengo que dejarla. Adiós.
    “Click”. El hombre colgó. La extraña historia que le había contado aquel Ron Marshall la había desconcertado. Quizá no era la historia, quizá fuese otra cosa, pero Karen estaba demasiado cansada como para ponerse a pensar qué era lo que le había hecho sentirse incómoda.
    De pronto oyó un grito en su cuarto. Se le aceleró el corazón. Allí estaba Laureen, solo podía ser ella. Karen corrió hacia el cuarto, abrió la puerta de golpe y halló a Laureen boca abajo, con la cara sobre la almohada. Se estaba riendo tan intensamente que no podía ni hablar. Balbuceaba algún tipo de explicación sobre lo que le estaba haciendo tanta gracia mientras señalaba la televisión y pataleaba, riéndose a carcajadas esta vez casi inaudibles debido a la falta de aire.
    —¡Qué susto me has dado, joder!
    Laureen no pareció haberle escuchado.
    —Será imbécil —dijo para sí, y salió del cuarto.
    Definitivamente Karen fue consciente de que estaba afectada por la conversación que acababa de tener por teléfono. Amaba a Laureen con locura y en cualquier otra ocasión no hubiera podido evitar reírse ella también a causa de sus contagiosas carcajadas. A Karen le encantaba su forma positiva de ser: siempre tarareando alguna canción por lo bajo cuando hacía las tareas de la casa, siempre viendo el lado positivo de las cosas cada vez que Karen le contaba algún infortunio que había tenido y riéndose a carcajada limpia cada vez que algo le resultaba gracioso.
    Necesitaba relajarse. Era casi medianoche y al día siguiente tenía que madrugar. Fue a la cocina, cogió uno de los cigarrillos de Laureen y lo encendió. Cerró los ojos mientras absorbía el filtro, haciendo que la llama al otro extremo se calentase al rojo vivo. De pronto se dio cuenta de que tenía que comprobarlo o no dormiría aquella noche. Se levantó de la silla, se abrochó bien la bata y salió a la calle con las llaves del coche. Soplaba una brisa gélida y en el cielo se podía observar una gran luna en cuarto creciente rodeada de millones de estrellas. Esa era una de las razones por las que se habían ido a vivir a aquel lugar: era un sitio tranquilo, pequeño, sin ruidos ni contaminación excesivos donde se podían ver las estrellas.
    Karen avanzaba a paso rápido, abrazándose para evitar congelarse. Por fin llegó al coche, desactivó el seguro con la llave magnética y se dispuso a buscar el objeto que supuestamente habían introducido en el vehículo. De repente sintió un fuerte golpe en la cabeza y se le nubló la vista. Poco antes de perder el conocimiento pudo percibir cómo unas manos la sujetaban fuertemente por los brazos.
    Minutos después, Laureen salió a la calle al ver la puerta de la casa abierta. Su habitual sonrisa se desvaneció de golpe cuando vio que el coche, junto con Karen, habían desaparecido. En su lugar solo encontró algunas oscuras gotas de sangre en el suelo y un cigarrillo encendido.




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