—¿Dígame?
—¿Es usted Karen McGraw?
—Sí.
—¿Es suyo un Volvo, modelo 850
GLT de color blanco?
—Así es, ¿por qué?
—¿Está usted sola en este
momento?
—Perdone, ¿con quién hablo?
No se oía nada.
—¿Hola? —Karen insistió—.
¿Quién es usted?
—Sí, perdone —el hombre
carraspeó—. Mi nombre es Ron Marshall, de la gasolinera que está
en frente del Manson's Coffee. La conozco porque una vez tuvo que
mostrarme su DNI y tengo bastante buena memoria. El teléfono lo he
buscado por una guía.
A Karen le recorrió un escalofrío
por la espalda.
—Verá, señorita McGraw. Hoy he
estado revisando unas grabaciones de las cámaras de seguridad de la
gasolinera debido a una denuncia de malos tratos que ha tenido lugar
la semana pasada. El caso es que la he visto a usted repostando
gasolina uno de los días en los que estaba mi compañera en la
tienda, y en el vídeo he podido ver claramente cómo un hombre
introduce un objeto, algo parecido a un móvil, por la ventanilla de
su coche.
—¿Qué? ¿Cuándo ha sido eso?
—La grabación es del martes a
las 17:19 horas. Solo quería avisarle, pues el hombre parecía
sospechoso. Desapareció tan pronto como llegó. ¿Podría ser algún
amigo suyo?
—No lo creo... —Karen titubeó—.
En todo caso yo no he encontrado nada en el coche, ¿está seguro de
que soy yo la del vídeo?
—Completamente. Aquí mismo tengo
la imagen en pausa. Rubia, con una cazadora de piel roja y unos
vaqueros azules.
Aún no le había desaparecido esa
extraña sensación que le producía aquella voz, al otro lado del
teléfono. Aquello era muy extraño, pero la verdad es que Karen sí
que había ido el martes a llenar el depósito del coche, justo antes
de entrar a trabajar. Visitaba mucho aquella gasolinera. No solo era
la única en varios kilómetros a la redonda sino que además estaba
al lado del lugar donde trabajaba. Karen recordaba que por semana
solía estar en la gasolinera una joven muy simpática con el pelo
recogido a modo de moño japonés, y las pocas veces que había
tenido que ir algún sábado o domingo, se encontraba con un hombre
bastante tímido que no solía decir nada más allá del “hola”,
“adiós”, y “gracias”.
—Está bien. Gracias por
informarme.
—No hay de qué. Tengo que
dejarla. Adiós.
“Click”. El hombre colgó. La
extraña historia que le había contado aquel Ron Marshall la había
desconcertado. Quizá no era la historia, quizá fuese otra cosa,
pero Karen estaba demasiado cansada como para ponerse a pensar qué
era lo que le había hecho sentirse incómoda.
De pronto oyó un grito en su
cuarto. Se le aceleró el corazón. Allí estaba Laureen, solo podía
ser ella. Karen corrió hacia el cuarto, abrió la puerta de golpe y
halló a Laureen boca abajo, con la cara sobre la almohada. Se estaba
riendo tan intensamente que no podía ni hablar. Balbuceaba algún
tipo de explicación sobre lo que le estaba haciendo tanta gracia
mientras señalaba la televisión y pataleaba, riéndose a carcajadas
esta vez casi inaudibles debido a la falta de aire.
—¡Qué susto me has dado, joder!
Laureen no pareció haberle
escuchado.
—Será imbécil —dijo para sí,
y salió del cuarto.
Definitivamente Karen fue
consciente de que estaba afectada por la conversación que acababa de
tener por teléfono. Amaba a Laureen con locura y en cualquier otra
ocasión no hubiera podido evitar reírse ella también a causa de
sus contagiosas carcajadas. A Karen le encantaba su forma positiva de
ser: siempre tarareando alguna canción por lo bajo cuando hacía las
tareas de la casa, siempre viendo el lado positivo de las cosas cada
vez que Karen le contaba algún infortunio que había tenido y
riéndose a carcajada limpia cada vez que algo le resultaba gracioso.
Necesitaba relajarse. Era casi
medianoche y al día siguiente tenía que madrugar. Fue a la cocina,
cogió uno de los cigarrillos de Laureen y lo encendió. Cerró los
ojos mientras absorbía el filtro, haciendo que la llama al otro
extremo se calentase al rojo vivo. De pronto se dio cuenta de que
tenía que comprobarlo o no dormiría aquella noche. Se levantó de
la silla, se abrochó bien la bata y salió a la calle con las llaves
del coche. Soplaba una brisa gélida y en el cielo se podía observar
una gran luna en cuarto creciente rodeada de millones de estrellas.
Esa era una de las razones por las que se habían ido a vivir a aquel
lugar: era un sitio tranquilo, pequeño, sin ruidos ni contaminación
excesivos donde se podían ver las estrellas.
Karen avanzaba a paso rápido,
abrazándose para evitar congelarse. Por fin llegó al coche,
desactivó el seguro con la llave magnética y se dispuso a buscar el
objeto que supuestamente habían introducido en el vehículo. De
repente sintió un fuerte golpe en la cabeza y se le nubló la vista.
Poco antes de perder el conocimiento pudo percibir cómo unas manos
la sujetaban fuertemente por los brazos.
Minutos después, Laureen salió a
la calle al ver la puerta de la casa abierta. Su habitual sonrisa se
desvaneció de golpe cuando vio que el coche, junto con Karen, habían
desaparecido. En su lugar solo encontró algunas oscuras gotas de
sangre en el suelo y un cigarrillo encendido.
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