«La
noche siguiente a mi reencarnación en este cuerpo, una madre
inocente murió, pero ya se ha hecho justicia. He matado a su
verdugo, a su falso acusador. Ese borracho avaricioso de Riker, el
mismo que convenció a todo un pueblo supersticioso para que la
mataran y así conseguir apoderarse de su dudosa herencia. ¿Y qué
le quedaba antes de morir? Todo ese dinero tirado en la bebida y en
las casas de placer. Mi primera victima... —se levantó y se metió en el agua hasta los tobillos, le gustaba sentir las diminutas olas
chocar contra sus piernas—. Te he perseguido hasta encontrarte y al
fin he dado con el momento oportuno para cumplir con mi juramento.
Mientras me quede un resquicio de vida, no permitiré que se cometa ningún juicio por brujería, sea el acusado culpable o no. No permitiré que vuelva
a ocurrir lo que me hicieron a mí.»
Cynthia
se consideraba a sí misma una bruja. No sabía qué era exactamente
una bruja, pero sabía que no era como los demás. No conocía a
nadie más con su misma condición, lo cual muchas veces la hacía
sentirse sola y desesperada. Lógicamente no podía contarle nada a
nadie o la condenarían, como a las demás. Hubo un tiempo en el que
tuvo una vida normal. Tenía 16 años cuando fue condenada a la
hoguera. Alguien la delató, o probablemente la habrían visto
transformarse, lo hacía mucho más a menudo que ahora y a veces no
tomaba las suficientes precauciones. Su cuerpo ardió, pero su
espíritu consiguió huir y resguardarse en el cuerpo de otra mujer
recién fallecida, no muy lejos de allí. No supo cómo lo hizo,
simplemente lo hizo. Lo último que recuerda es ver su propio cuerpo
inerte desde fuera de él. Unas gigantes llamas lo rodeaban, pero
ella se alejaba de allí, hacia arriba, hasta que la hoguera no fue
más que un pequeño punto de luz parpadeante en el suelo.
Todos
los recuerdos de su primera vida habían desaparecido. Todos excepto
su amor y su muerte. No recordaba los rostros de sus conocidos, pero
sabía que había tenido alguien a quien amaba, y con quien había
sido feliz durante un corto período de tiempo. A veces forzaba a su
mente a recordar durante horas, hasta que le dolía la cabeza, pero
aún así solo conseguía ver sombras y deformidades. Nunca consiguió
reconocer ni su propio rostro. Ahora estaba viva, sí, pero dentro
del cuerpo de otra mujer, de otra niña. Y aunque se encontrara con
su amante y se lo dijera, este como mínimo la tomaría por loca.
Tampoco le habló nunca de su extraña condición en su anterior vida, ni siquiera a él.
Tenía demasiado miedo a que la rechazara y pensó
que no era importante contárselo. Tal vez si se lo hubiera contado y
él la hubiera creído, ahora sería mucho más fácil encontrarle y
estar con él, aunque fuera con otro cuerpo.
Ella
nunca enfermaba, y tampoco dormía. Casi todas las noches acudía a
su lugar secreto a la orilla del lago, lejos de cualquier rastro de
civilización, y se dedicaba a recordar, o al menos a intentarlo. Su
único anhelo era recordar algo, recordarle a él. Era un hombre
joven, un hombre de mar, viajaba mucho y podían pasar semanas sin
verse. Pero siempre volvía, siempre. Cada vez que iba a verla le
llevaba un regalo: un animal tallado en madera por él durante sus viajes, un cuadro que
había comprado, semillas de las flores más extrañas y bonitas que
había encontrado en los puertos que visitaba para que las plantara en su
jardín...
Mientras estaba en el pueblo, se pasaban los días enteros
paseando y hablando. Era un amor silencioso, innombrable. Nunca
fueron más allá de los besos y algunos gestos de cariño, nunca
hablaron de lo que sentían. Simplemente se miraban y disfrutaban de
la vida. Esa maravillosa y larga vida que tenían por delante.
Siempre riendo, siempre riendo juntos.
Ahora,
todas las noches lloraba sin derramar ninguna lágrima. Lloraba de
dolor, de rabia y de soledad. Cuanto más pasaban los días, más
esfuerzo le costaba mantener una vida normal durante el día. Tal vez
debería huir, vivir de tal manera que no le hiciera falta depender
de nadie. Pero solo pensar en ello le provocaba más cansancio del
que ya acumulaba.
Salió
del agua, todavía absorta en sus recuerdos. Al acercarse más a la
roca vio pares de ojos que brillaban en la sombra. Esa noche no los
llamó, pero los gatos acudieron.